NOVIEMBRE 2023: DEJAR ATRÁS LA SOLEDAD
Cuando amas a alguien, quieres mirarlo a los ojos y decirle: “¡Qué bueno es que existas!, ¡Qué maravilloso es que estés aquí!” Celebramos, con estas palabras el hecho de que esté a nuestro lado. Pensamos en esa persona y queremos manifestarle nuestro amor de mil maneras, pequeñas -de ordinario-.
Los niños necesitan un campo afectivo sano en la familia, unas coordenadas de habilidades sociales y también algunas rutinas, que más adelante se convertirán en virtudes, para aprender que solo serán felices en la medida en que amen a los demás y ese amor se convierta en hechos.
La amabilidad se aprende en el hogar; un agradable buenos días, dar las buenas noches, un ¿qué tal estás? mirando a los ojos, el dar gracias, un sencillo por favor…, hábitos que crecen con el ejemplo de la relación entre los padres y se practican en casa con detalles entre padres e hijos, entre los hermanos y con los amigos que invitamos a compartir tiempo en nuestro hogar.
Los niños son como se les enseña a ser. Los hogares no son cuarteles, ni pequeñas empresas, sino espacios de amor, lugares en los que las relaciones humanas se deben fomentar y concretar en las cosas diarias que se comparten en la familia: lo que no se concreta, no mejora.
Dentro de esas relaciones humanas, está el respeto por las cosas que son propias y las cosas ajenas. Transmitir a los hijos que cada uno es el responsable de ordenar y de colocar en su sitio lo que es suyo, para hacer agradable la vida de familia.
Tenemos hijos que viven en un mundo de confort, donde se recibe constantemente; que poseen todo lo que quieren mucho antes de que lo necesiten. De ese modo se vuelven insensibles a las necesidades de los
demás y los dejamos encerrados en su propio egoísmo, les privamos de la posibilidad de ser felices. Reclaman, sin ellos saberlo, que les introduzcamos en un entrenamiento intencional que les capacite para ayudar en casa, servir a los amigos y trascender su propia vida.
Permitirle colaborar con los demás miembros de la familia, con metas y encargos asequibles a su edad, aunque inicialmente las tareas encomendadas sean más que mejorables. Los padres deben perder el miedo a que los hijos participen en el quehacer diario. Necesitan sentirse parte de la familia, reír, llorar, trabajar, querer, ayudar, respetan y compartir con los demás. Enseñarle a ayudar al otro hace que se desarrolle en ellos esa capacidad, inusual hoy en día, de servir a los demás y estar disponible, sin que nadie lo pida.
La generosidad es un fantástico camino hacia las relaciones con todos los demás. Ojalá, la actitud y el comportamiento que transmitimos a nuestros hijos nos lleve a poderles decir muchas veces: “¡Qué feliz estoy con lo que has hecho!”. Frases que se deben decir, ya que les estamos transmitiendo lo que queremos y soñamos para ellos y, sobre todo, queremos que se sientan amados y valorados, pero también que descubran que tienen mucho que aportar. Haciendo esto les damos alas para el futuro.
Sabemos, por el dicho popular, que “quien encuentra un amigo, tiene un tesoro” y hay virtudes, como la amabilidad, que allanan el camino de la amistad. No podemos dejarles caer en la soledad egoísta, ni mantener con ellos una relación fría. Es bueno que tengan muchos amigos, en el colegio, en la urbanización, con los primos, entre los hermanos haciéndoles descubrir que un buen amigo comparte su intimidad, una compañera comparte actividades y un cómplice comparte el mal.
A los niños les preocupa mucho lo que piensen los demás. El cariño y la fortaleza la adquieren al sentirse amados y sabiendo que lo hacen bien, porque nos oyen decírselo. ¡Cuánto bien les hacen nuestras palabras y nuestros elogios! Interiorizarán que esos “los demás” que son sus padres, abuelos, hermanos, amigos y compañeros, también lo necesitan e irán descubriendo al otro, al que está a su lado. No podemos dejar que nuestros hijos se queden mirándose a sí mismos; necesitan saborear la dulzura de los encuentros con los demás.