MAYO 2024: SERVIR COMO EJEMPLO
Una de las realidades más difíciles al educar adolescentes es cuando, tanto padres como profesores, tienen que dar un paso atrás y limitarse a recomendar, aconsejar y acompañar, dejando total libertad de elección a los jóvenes, sabiendo que se encuentran en un mundo expuesto a numerosas tentaciones que pueden llevarlos por un camino de sufrimiento. Cuando es así, no solo tenemos que pedirle a él que sea fuerte; quizá es un momento propicio para valorar si nosotros también mostramos esa fortaleza. Porque, si hay una experiencia educativa universal, es que ellos actuarán exactamente como han visto actuar a sus modelos, no se limitarán a hacer lo que se les pida que hagan.
Es una realidad que los niños en edades tempranas repiten el comportamiento de sus padres. De adultos, descubrimos en nosotros mismos gestos y modos de actuar en los que vemos reflejados a nuestros padres. Lo cierto es que es algo inevitable y, al mismo tiempo maravilloso, que no se pierda nunca ese guiño a nuestros mayores.
Quizá, en el momento adolescente, ese reflejo de comportamiento no se admita, y no hay que pedirles que lo hagan, sino procurar, por parte del adulto, buscar la bondad de nuestras acciones, o al menos, intentar que esas acciones busquen el fin adecuado y lleguen a ser ejemplares; se trata de ser conscientes de que, lo que ven en nosotros, se posa en los hijos y pasa a formar parte de esa herencia no escrita que les debemos y podemos dejar.
Es conveniente que, si buscamos que mejoren en la puntualidad, nosotros nos esforcemos para ser más puntuales, o que seamos capaces de reconocer nuestros errores y pedir perdón en caso de que sea necesario, demostrando que lo que buscamos es bueno, que no siempre acertamos, pero que no cejamos en la lucha por ser mejores. Mostrar nuestras luchas y debilidades no es una humillación sino una muestra de humildad, virtud muy necesaria para la educar.
El hecho de que debamos ser ejemplares no significa que debamos ser perfectos. Lo que debemos buscar es erigirnos en autoridad moral para que tengan un modelo en el que fijarse, que no solo alabe su comportamiento o ría sus gracias, sino que les aporte criterio y, llegado algún momento importante de su vida en el que tengan que decidir algo trascendente, puedan regir sus decisiones, sin temor a equivocarse, planteándose qué harían papá y mamá.
Es la autoridad moral la que debemos alcanzar para poder enriquecer con lecciones de vida a nuestros hijos en etapa adolescente. Están necesitados de modelos que seguir y, si no los encuentran en casa, irán a buscarlos a otro sitio. No significa que no puedan admirar a otras personas, o que no puedan advertir nuestros errores como figuras paternas de autoridad, pero hasta pedirles perdón a ellos es una lección que marcará sus conciencias. Lo que indudablemente influirá en sus vidas es qué hicimos en el momento en el que ellos necesitaban nuestros consejos, aunque haya que luchar con la apariencia de no “querer hablar con papá y mamá”. No es el contenido de nuestras conversaciones, por tanto, en lo que se fijarán, al menos no siempre, sino aquello que nos vieron hacer.
Y la pregunta es entonces, ¿qué podemos hacer para ser un buen ejemplo? Aquí varios consejos que nos pueden ayudar a servir como ejemplo a la hora de educar:
- Formarme: la tendencia natural de todos los padres es que, en cada etapa de la vida de sus hijos, aprenden cosas nuevas. Buscar alguna conferencia educativa, curso de orientación familiar, lecturas que nos puedan ayudar a entender mejor lo que el adolescente necesita y a afrontar con confianza las situaciones que puedan presentarse. Confiar en los educadores: el contacto con la escuela en estos momentos de la vida de una adolescente es crucial.
- Realizar actividades en familia, o padre-hijo que propicien la ocasión de verse fuera de lo que se hace habitualmente: actividades de voluntariado, ayudar en una ONG, practicar alguna afición en familia. Que nos vean fuera de casa, fuera de nuestro contexto habitual para poder conocernos desde otra perspectiva. Si en alguna ocasión puede ser con cada hijo de forma individual, mejor.
- Estar disponible, saber escuchar, preguntar mostrando interés por sus cosas, quizá lo más difícil para el educador por la incertidumbre que les puede suponer la repuesta que hayan podido dar en alguna ocasión, entendiendo además que en la edad adolescente es muy probable que nuestro criterio en un principio no sea el más aceptado para ellos. Pero debemos confiar en que dejaremos poso. Es importante mantener una conversación en la que prestemos toda nuestra atención, preguntemos y escuchemos sin juzgar y sin querer imponer nuestra voluntad.
- Ser coherentes en los criterios que les proporcionemos: de nada servirá exigir aquellos por lo que nosotros mismos no luchamos. No se les puede pedir que recojan la ropa de su habitación si, en la de sus padres, está por el suelo. Es interesante también intentar ser coherente con el centro educativo que se ha elegido para los hijos, y la confianza que muestro en las normas que aplica. Solo confundirá al joven que los padres cuestionen públicamente todo lo que los educadores aplican en la escuela. Si no estamos de acuerdo con su sistema educativo lo mejor es buscar otro colegio para remar todos en la misma dirección.
Definitivamente, nuestra autoridad moral a la hora de educar adolescentes no se basa en nuestra perfección, si no en nuestra propia lucha en busca de objetivos que merecen la pena. Si conseguimos proponernos retos importantes, no solamente profesionales (que también) sino personales, como la lucha por mejorar nuestro propio carácter, por ejemplo, conseguiremos que vean que no nos rendimos, que buscamos lo mejor, y antes o después crearemos escuela sin imponer, animando a mejorar en lo personal y en lo académico.
Cita José Ramón Ayllón en su libro “La buena vida” un decálogo de consejos de un adolescente a sus padres publicado en la revista “Hacer familia” en el año 1996. Uno de esos consejos, que viene a ratificar lo dicho anteriormente, es “no me pidas que no haga una cosa que tú no haces. Aprenderé y haré siempre lo que tú hagas, aunque no lo digas”[1]. Si queremos que sean ordenados, deberemos luchar por nuestro orden personal. Si queremos que traten bien a los demás, deberemos esforzarnos nosotros en servirles de guía.
[1] Ayllón, José Ramón (2000), La buena vida, Ed. Martínez Roca