Septiembre 2024: CONQUISTANDO EL CIELO
Ha pasado poco más de un año y todavía puedo recordar perfectamente la carita de un niño, que, sentado en el suelo en primera fila, escuchaba con una atención sorprendente la historia que yo estaba contando sobre Jesús. Ese día les estaba hablando del Cielo, de las benditas almas del purgatorio, que, para que los más pequeños lo entiendan bien, les digo que son “los que esperan en el banquito”, y de cómo San Pedro les iba abriendo la puerta del Cielo. Hablábamos de los niños, ellos no se sentaban en ningún banquito a esperar, porque nada más verles Pedro les abre de par en par esa gran puerta.
Todos estaban emocionados escuchando el relato, se reían y se imaginaban a sí mismos llegando velozmente al Cielo, pero Álvaro seguía escuchando con una atención no esperada en un niño tan pequeño, como si estuviera asimilando cada una de las palabras que iba diciendo, como si le fuera la vida en ello. Su hermano Jaime se había ido al cielo un año antes y cuando lo comentamos ese día en clase, el comentario general fue “¡qué suerte!”. A Álvaro se le iluminó la cara y una sonrisilla pícara apareció en su pequeño rostro. Cuando les hablas a los niños de las maravillas del cielo, anhelan con toda su alma poder ir allí cuanto antes.
Un año y un mes después de aquella clase, el día 31 de mayo a las 6:45 de la mañana Alvarito, de la mano de su hermano Jaime, entraba en el Cielo.
Miles y miles de personas pidieron el milagro de su curación, que nunca llegó; pero hubo otro milagro, 87 milagros, que fueron los días que Alvarito pasó en el hospital. Porque cada día que pasaba era milagroso ver cómo un niño tan pequeño, con tan sólo 7 años, se sobreponía a su dolor y agonía sin quejarse, ¿acaso Álvaro era un niño diferente al resto?, ¿tenía superpoderes?. No, no los tenía, pero tenía algo mucho más valioso, tenía Fe, tenía a Dios. Hizo su Primera Comunión y la Confirmación el día 10 de mayo, 21 días antes de subir al Padre. Álvaro estaba preparado, tenía a Jesús en su corazón y podía escucharle: “Álvaro, aguanta, Yo estoy contigo.”
Los padres, nos pasamos la vida preparando a nuestros hijos para los distintos aconteceres de la vida: les preparamos para el colegio, para la universidad, para saber desenvolverse en el mundo, para conseguir un trabajo, para que descubran su vocación, etc., etc. Pero si hubiera que priorizar y escoger entre todos esos “preparativos” me quedaría con uno: Preparar a nuestros hijos para ir al Cielo.
Muchas veces queremos ahorrar a nuestros hijos cualquier tipo de sufrimiento, ya sea físico o moral, y en ocasiones podemos pecar de ser padres que les protegernos en exceso, convirtiendo a nuestros hijos en niños blanditos. Ojalá sepamos educarlos en la fortaleza, en la austeridad, en la sobriedad, en la templanza… y por supuesto, en la Fe en el que todo lo puede. Sólo así, nuestros hijos serán realmente felices, no les faltará de nada, porque lo tendrán TODO.
Hay muchas maneras de cultivar la vida de Fe desde pequeños, comenzando por rezar por nuestros hijos y con nuestros ellos, acudir al Bautismo con prontitud y alegría, ya que le hacemos un inmenso regalo a nuestro hijo recién nacido, empezando a participar de la Vida Divina, leyéndoles las historias de la Biblia, para que poco a poco conozcan a Dios y a Jesús, viviendo en nuestro hogar costumbres sencillas de piedad como bendecir la mesa, rezar al levantarse y acostarse o rezar el Santo Rosario, teniendo en distintas estancias de la casa alguna imagen de la Virgen María, de Jesús, o de San José. Mostrándonos ante nuestros hijos alegres, porque un hijo de Dios no tiene motivos de peso para estar triste, puede estar cansado, agobiado, nervioso, preocupado, destrozado, pero siempre con paz en el corazón.
Vivir cómo dos hijos conquistan el Cielo antes que tú es lo más desgarrador y lo más doloroso que pueden experimentar unos padres. Pero Dios también da su gracia en estos momentos. Una de las cosas que más me han impresionado en la vida es ver la sonrisa en el rostro de Teresa y Pablo, padres de Alvarito y Jaime, saliendo de la Iglesia al finalizar la Misa de Gloria por sus hijos. Estaban rotos de dolor, sin entender nada ni pretender entenderlo, acompañados de sus cinco hijos, con la misma sonrisa serena que traspasó el corazón de mucha gente cambiando su vida a mejor. Esa sonrisa sólo la puede dar Dios.
Ayudemos a nuestros hijos a que algún día puedan conquistar el Cielo, merece la pena puesto que esa conquista empieza en la tierra y serán inmensamente felices.