Mayo 2019 – Lo mejor de nuestro día
Cada generación adolescente ha enarbolado de un modo u otro sus banderas, tratando de hacer de su recorrido hacia la etapa adulta algo genuino, único y casi mágico. Las bandas de rock, pop, o reguetón -según las épocas y los gustos-; las diferentes sagas y entregas de juegos de ordenador -desde las vetustas consolas Atari hasta las modernísimas Play Station-; las influencers de moda -antes en las revistas y hoy en internet-; o las sucesivas modas tecnológicas -del LP al MP4- cada adolescente ha buscado en esos modelos elementos sobre los que afirmar su naciente identidad personal.
Por eso, la adolescencia es tiempo de observación, de búsqueda más o menos inconsciente de patrones que seguir; de implementación de la cruel metodología de la prueba y el error en la propia vida; de elección, casi siempre poco reflexiva, de nuevos caminos por los que transitar. Y también, una etapa de rebeldía -aparente o real- en las que las diatribas hacia los padres hacen saltar chispas las más de las veces.
Sin embargo, esto no significa de ningún modo que los adolescentes no necesiten más que nunca a sus padres. Durante la infancia, esta dependencia fue fisiológica y se expresaba de modo constante y perceptible. A partir de la pubertad, será una necesidad disfrazada de indiferencia, de rechazo, o de altivez, pero tan real como antes. Porque cuando se pregunta a un adolescente por sus problemas, por debajo de sus reivindicaciones de libertad, siempre asoma una necesidad de mayor afecto, de mayor comprensión, de más seguridad.
Es por tanto esta, una contradictoria demanda silenciosa de apoyo, que les permite sentirse más cómodos con sus propias decisiones, que les alivia el vértigo de su recién estrenada libertad, y que les cura del dolor de sus primeros errores, de los que en tantas ocasiones no comprenden la causa.
Es por ello que los padres deberán ofrecer ahora una disponibilidad para con sus hijos adolescentes aún más acuciante que la que tenían para ellos cuando eran pequeños. Y brindarles tiempo de calidad para la conversación -superando el cansancio propio y el de los hijos- sin más interés que el del propio amor. Para así proporcionar a sus hijos una armadura contra la soledad, la incomprensión y la tristeza en la que con mucha frecuencia caen los jóvenes.
El esfuerzo por ofrecer un cariño sólido que supere las malas caras y los modos bruscos propios de la edad sanará las heridas que los hijos se infligen a sí mismos con sus reacciones descontroladas. La exigencia sólida y amable, que sabe explicar los porqués con paciencia y amabilidad y soportar las posibles incomprensiones les mostrará un camino seguro por el que transitar.
No se trata en absoluto de convertirse en un esclavo ante la actitud despótica de los hijos satisfaciendo todos y cada uno de sus caprichos, ni soportando mudo los desaires o las salidas de tono. Se trata de erigirse en un faro, que guía la navegación de los hijos en mitad de sus tormentas sin afligirse por el ruido del viento de la fuerza de la lluvia. De ser una luz que señale los errores, con tanto cariño y comprensión, con tanta dulzura y amabilidad, que a los hijos les queden las lecciones grabadas a fuego, sin sufrir un solo rasguño. Esa es la auténtica maestría de ser padre o madre de un adolescente.