Enero 2020 – El sentido de eternidad
Hasta que la muerte os separe
Estábamos viendo una película cómica en familia. En una disparatada escena, un tipo vestido de Elvis Presley “oficiaba” una boda a una pareja que había decidido “casarse” en Las Vegas. El tipo, ante la mirada acaramelada de los novios, declaraba que, por el poder que le concedía el estado de Nevada, él les declaraba, marido y mujer.
Recordé las viejas películas del oeste en las que un clérigo casaba a una bella y dulce mujer con el cowboy que la había defendido de los apaches y de los cuatreros. Allí también les declaraba marido y mujer, pero lo solía hacer hasta que la muerte les separase. Y no invocaba otro poder que el que Dios le había concedido.
Al final de la película comencé una conversación con mis hijos acerca del particular. Resultó muy interesante, no sólo porque me hicieron multitud de preguntas acerca de si verdaderamente aquellas dos personas se habían casado, y cuáles eran las diferencias entre el matrimonio que contraían unas personas ante Dios, y el que contraían otras ante un falso Elvis Presley o ante el concejal de Cultura de Villasegura de las Batuecas.
Una característica imprescindible
En cualquier caso, expliqué a mis hijos que la fidelidad -la voluntad decidida de permanecer fieles el uno al otro para siempre- es una nota esencial del verdadero amor matrimonial. Me llovieron las preguntas. Resultaba evidente que los ejemplos que encontraban a su alrededor en amigos, parientes, y vecinos y, por descontado en películas y series, no coincidían para nada con lo que les estaba exponiendo. Caí en la cuenta de que aquello que yo consideraba obvio, porque lo vivo en mi matrimonio y ellos lo ven en sus padres, era una realidad extraña si la comparaban con el mundo que tenían a su alrededor. Y que, cuando empezamos a profundizar en la conversación, los adolescentes empezaban a encontrar multitud de pegas a ese proyecto de amor indestructible.
Les resultaba evidente que aquello era bueno para ellos y que de ninguna manera querían perder ese tesoro que les aportaba seguridad y paz, pero no comprendían de qué manera se podía llevar aquello adelante.
– ¿Y si se acaba lo que sientes por la otra persona? ¿Y si tu mujer se enamora de alguien que le gusta más? ¿Y si por trabajo no podéis seguir viviendo juntos? ¿Y si no tienen los mismos gustos y las mismas aficiones o no se soportan el uno al otro? Afloraron palabras como pareja -más propia del mus o del tango que del amor-, novios -en la que no hay compromiso definitivo- y otras que se han impuesto sobre las propias para denominar un vínculo inquebrantable.
En todas las preguntas subyacía una consideración del amor y por tanto del matrimonio basada en el yo en vez de en el nosotros; fundamentada sobre la atracción sexual y el sentimiento más que sobre la entrega generosa; sometida a lo circunstancial en lugar de a lo esencial. Es por ello de vital importancia que dediquemos tiempo y esfuerzo a formar a nuestros hijos en el amor. No en la mera información sexual, que es sencilla y fácil, sino en la naturaleza de la entrega entre dos personas como base imprescindible para la construcción de la familia.