Diciembre 2018 – ¿Son pobres porque quieren?
Había escarcha sobre los coches. Por la noche había caído una de las primeras heladas del otoño. En la calle los automóviles se movían entre vaharadas de vapor. Un hombre cubierto de andrajos y con una poblada barba cana pedía limosna moviéndose entre los vehículos detenidos en un semáforo. Alargaba tristemente un vasito de cartón para recoger las monedas, mientras los conductores volvían la cara para no enfrentar su mirada, molestos por la situación. Los niños en el coche empezaron a hablar del mendigo. Ignacio de cuatro años preguntó:
- Papá, ¿por qué ese señor pide dinero?
Inés, con la seguridad y el aplomo que dan los quince años contestó:
- Porque no quiere trabajar y prefiere que le paguemos nosotros la comida.
Me quedé estupefacto. En el coche reinaba el silencio. Aquello no podía quedar así. Respondí inmediatamente, con afecto pero con firmeza.
- Y a ti ¿quién te ha dicho que prefiere mendigar en la calle, que trabajar? ¿Estás segura de que es más cómodo y más gratificante pasar frío y soledad que vivir cómodamente en una familia?
Les expliqué que muchas de las personas que viven sin hogar, han pasado por circunstancias extremas, han recibido golpes que les ha destrozado la vida –muchos de ellos involuntarios-. Que a veces han perdido todo y otras se lo han quitado, y que juzgar precipitadamente sin tener ningún dato no solo es injusto sino hasta cruel.
Pensar con corazón.
Días después le propuse a Inés un plan. El sábado iríamos a colaborar a un centro en el que atienden a personas sin hogar. Me dijo que tenía mucho que estudiar. Le contesté que era una buena excusa, pero no lo suficientemente consistente como para no venir.
El fin de semana Inés amaneció con mala cara. Dijo que no se encontraba del todo bien.
- De acuerdo, le respondí. Yo pospongo el plan en el Centro de Acogida para el fin semana que viene y tú avisas a tus amigas de que esta tarde no saldrás con ellas porque estás enferma.
- No creo que haga falta, contestó Inés con enfado. Puedo ir a las dos cosas.
Estuvimos tres horas en el centro. Nos dedicamos a conversar con la gente que había allí. Uno cultivaba plantas. El otro hacía trabajos de reparación en los edificios. Cada uno tenía una historia detrás. Una historia de sufrimiento, de acabar en el fondo de un pozo por diferentes circunstancias familiares, profesionales, sociales, etc. Y estaban saliendo.
En el viaje de vuelta Inés me dijo:
- Papá, he alucinado. ¿Sabes que Ernesto era dueño de tres gasolineras y veraneaba en Miami? Es increíble que acabara así de destrozado. ¿Y sabes lo único que le preocupaba? Explicarme lo que le había pasado para que a mí no me sucediera lo mismo. Yo me había equivocado, papá. Lo siento.
Animé a Inés a dar gracias a Dios por todo lo que tenía en la vida. Y le dije que era valiente por haber afrontado la realidad de su equivocación. Y que a partir de ese día podía proponerse pequeñas acciones que hicieran más felices y más comprendidos a los demás.