enero 2021 – Siempre tengo la culpa
El recurso fácil
Cuando un equipo de fútbol va ganando por un solo gol la final de un mundial o de cualquier otro torneo importante, los últimos minutos del partido suelen resultar angustiosos para los jugadores que van venciendo, y para su cuerpo técnico y su afición. Al llegar al tramo decisivo, las piernas se agarrotan, los nervios no permiten tomar decisiones acertadas y los miedos se acrecientan de forma desproporcionada. Los jugadores más virtuosos con la pelota se sienten auténticos tuercebotas, y el espanto a fallar amedrenta a los más valientes. Los once jugadores se atrincheran en el área propia y sólo se escucha la voz del entrenador pedir a gritos: “¡¡¡balones fuera, balones fuera!!!”. La estrategia está basada en la obviedad de que, si la pelota no merodea tu propia área, será muy difícil que llegue el temido gol del empate que dé vida al contrincante.
También en nuestra vida, ante el miedo a enfrentar un problema utilizamos la táctica del “balones fuera”. Cualquier distracción, cualquier excusa, es válida para no tener que acometer una tarea ardua o una decisión costosa. Y menos aún, para afrontar un defecto y ponerle remedio por mucho que nos cueste.
Reconocer las propias carencias.
Por eso, es muy lógica la reacción de los adolescentes cuando les haces ver un determinado punto de mejora, o un defecto de su carácter. A la intervención paterna o materna, casi siempre le sucede una explosión de ira por parte del hijo, que sumido en llanto indignado, la cara enrojecida y los decibelios de la voz muy por encima de lo recomendable espeta: “siempre me estáis regañando a mí”; “no os fijáis nunca en lo que hago bien, y sólo os importa lo que hago mal”; “a ellos (sus hermanos) no les echáis nunca la peta” ; “a mí siempre me cae la mierd… en esta casa”; y otras lindezas subidas de tono, que no merece la pena transcribir.
Es la reacción que la soberbia, -ese pecado capital que llevamos clavado en el alma y que sólo la gracia de Dios es capaz de acallar- sugiere a la primera de cambio. El adolescente se siente atacado, herido en su orgullo y su amor propio, y busca una salida por la tangente. Trata de mandar el balón, no al campo contrario, sino al tercer anfiteatro de la grada superior. Porque, si se para a razonar sobre lo que se está diciendo, tendrá que reconocer que no ha puesto suficiente esfuerzo; que se ha dejado llevar por la pereza, el egoísmo, la gula, la lujuria o la ira; que no ha sido suficientemente atento; o que se le han juntado el hambre con las ganas de comer y lleva una racha de desaciertos peor que la del saltador de pértiga que se clava la vara en el pie en el momento de iniciar el salto.
Iluminar la conciencia.
Es por ello imprescindible pedir al adolescente que analice la situación y no se confunda. Hay que tranquilizarle, diciéndole que únicamente pretendemos ayudarle a mejorar. Que no se trata de un empeño nuestro en dañarle, ni en ponerle en ridículo o en un trance doloroso; que no queremos de ningún modo herir sus sentimientos: que se trata únicamente de ayudarle a mejorar. Explicarle, con paciencia, que solo nos mueve el cariño, y que esa ayuda sólo se la podremos brindar si él la acepta con tranquilidad y le ayudaré a ver que le estamos mostrando el camino para vencer sus defectos. Que es su vida y su felicidad la que está en juego, y que, al fin y al cabo, él es el responsable de elegir qué camino quiere seguir.