marzo 2020 – La marea de lodo
Cuando las cosas no son causalidad.
En una reunión de especialistas en psicología que tuvo lugar en 2018 en Baltimore (Estados Unidos), uno de los asistentes al congreso se ufanaba ante sus colegas de haber conseguido que la edad de inicio al consumo de pornografía hubiese bajado de la barrera de los once años. Había puesto sus conocimientos científicos al servicio de una gran distribuidora de los -mal llamados- “contenidos de ocio para adultos”, y utilizaba todos los recursos a su alcance para que la base de clientes se ampliara por la zona de los más jóvenes. Se trataba de una acción en la que se combinaba la estrategia del plano inclinado, en la que se insensibiliza a los muchachos con pequeñas dosis incrementadas de contenido cada vez más explícito con las facilidades que ofrece internet. Una gran inversión de dinero porque asegura el retorno de un gran beneficio económico. Parece evidente que esta industria no emplea fuerzas desdeñables: Sony perdió la hegemonía de sus sistema de video Beta, frente al estándar VHS de Panasonic y JVC -inferior en calidad- debido a la mayor disponibilidad de cintas pornográficas en el mercado japonés bajo el segundo formato que en el primero, y a la mayor capacidad para albergar contenido de estas frente a sus competidoras.
Una realidad destructiva
El consumo de pornografía tiene un efecto poderoso sobre un adulto. Por lo que, para un niño o un adolescente, su poder destructivo es letal. En primer lugar es una fuente de placer inmediato y constante que provoca un síndrome adictivo. La presencia de imágenes pornográficas activa una inundación de dopaminas en el cerebro que requieren de una recarga constante de estímulos para seguir produciéndose. Cuando cesa esta sobredopaminosis, se produce una inquietud mediante la cual el organismo reclama inmediatamente una nueva ración de dopaminas; y se siente una necesidad imperiosa de volver a consumir pornografía.
Por otra parte las secuencias pornográficas son muy nocivas para la vida sexual sana, porque son tan irreales como una película de Márvel o una cinta sobre zombis. Pero mientras que un adulto es más o menos consciente de la diferencia que hay entre realidad y ficción, un niño o un adolescente carente de experiencia no. Esto provocará que, cuando se comience la vida sexual, el sentimiento de fracaso o de falta de capacidad sexual se convierta en algo obsesivo: la ausencia de sensaciones como las que se exageran hasta el paroxismo en los contenidos pornográficos provocará una decepción constante que frustrará toda relación sexual real. Además, al sentimiento de culpa ante la propia impotencia, se sumará una insensibilidad que acrecentará aún más el problema.
Todo ello, sin contar, que el consumo de pornografía asesina la capacidad de amar, y rebaja al hombre por debajo de los animales. La excitación de las pasiones más bajas, impide ver en la otra persona un ser al que entregarse, convirtiéndolo en un mero objeto de consumo. El debilitamiento de la voluntad y el oscurecimiento de la inteligencia llevan a adoptar un comportamiento compulsivo, que puede abocar a la figura de un depredador sexual. Está científicamente comprobado que las violaciones –en grupo o individuales- que tan en auge se encuentran en nuestra sociedad tienen una desgraciadísima relación con el consumo de pornografía desde edades tempranas.